mi voz mi cómplice y todo
carbón sobre papel
160 x 110 cm
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“Yo lo que quisiera es no emocionarme tanto, ,porque después de unas horas como hoy, me siento deshecho, agotado, no puedo con tanto placer, no lo resisto como antes, es que la pintura cuando se siente es superior a todo, he dicho mal, es el natural lo que es hermoso".
"Una fina y templada mañana madrileña del mes de julio, en su jardín, Sorolla pintaba el retrato de mi mujer, observándole yo, a su lado. Éramos los tres solos, bajo una pérgola enramada. Levantóse una vez y se encaminó hacia su estudio. Subiendo los escalones, cayó. Acudimos mi mujer y yo en su ayuda, juzgando que había tropezado. Le pusimos en pie, pero no podía sostenerse. La mitad izquierda el rostro se le contraía en un gesto i móvil, un gesto aniñado y compungido, que inspiraba dolor, piedad, ternura. Comprendimos la dramática verdad… Aún así y todo, rebelde contra la fatalidad que ya le había asido con su inexorable mano de hierro, Sorolla quiso seguir pintado. En vano procuramos disuadirle. Se obstinó, con irritación de niño mimado a quién, con pasmo suyo, contrarían. La paleta se le caía de la mano izquierda; la diestra, con el pincel mal sujeto, apenas le obedecía. Dio cuatro pinceladas, largas y vacilantes, desesperadas; cuatro alaridos mudos, ya desde los umbrales de otra vida. ¡Inolvidables pinceladas patéticas! “no puedo”, murmuró, con lágrimas en los ojos. Quedó recogido en sí, como absorto en los residuos de luz de su inteligencia, casi apagada, de pronto, por un soplo absurdo e invisible, y dijo: “Que haya un imbécil más, ¿qué importa al mundo?”…
¿Y a mi me dicen que no tenga prisa? Que tengo todo el tiempo del mundo por delante. Pero cada día noto como se me escapa de las manos, son miles de colibríes que picotean las llemas de mis dedos. Son hombres grises que no dejan de fumar a mis espadas y echarme el humo a la cara y entre dientes enegrecidos no dejan de repetir: tic, tac, tic, tac...